viernes, 15 de octubre de 2010

Un atardecer a mediados de marzo de 1801

Era un atardecer de mediados del mes de Marzo de
1801. Los pacíficos transeúntes que discurrían desde
la Plazuela de la Alhóndiga a los Cuatro Cantones o
viceversa, al atravesar la Plaza de la Villa (así llamábase
entonces la actual de la Encarnación), deteníanse
con cierta curiosidad malsana mezclada de estupor,
ante un tablado de siniestra forja construido por operarios
forasteros en un ángulo de la espaciosa plaza,
junto a la esquina de la casa del presbítero D. Fernando
Guirao (hoy de D. Juan Falces Cánovas), dando su
espalda al edificio del archivo de protocolos (oficina a la
sazón de la Escribanía de Rentas) y su frente a la suntuosa
portada del nuevo templo parroquial.
Sobre aquella plataforma mostrábanse a la mirada
del espectador un pequeño banco de tosco tablonaje
cubierto de una especie de gualdrapa de negro tafetán
alcoyano con ribetes amarillos, y junto al banquillo,
en posición vertical, un tosco madero cuartonado sirviendo
de sustentáculo a una gruesa y luciente argolla
cuya bruñida superficie quebraba en siniestras reverberaciones
los tibios rayos de un sol primaveral.
Aquel repulsivo aparato estaba destinado a oprimir
pon férreo o infamante nudo la cerviz de un joven desgraciado
que a pocos pasos de allí gemía su desventura
acerrojado en lóbrego calabozo y contando las horas,
ya escasas, que le separaban del trance supremo marcado
en los designios de la justicia humana; en tanto
que a toda prisa se tapizaba con fúnebres paños la pequeña
capilla del Cristo de los Afligidos, el santo recinto
destinado a servir al triste sentenciado de lúgubre
antesala de la eternidad.
Llamábase el desdichado A. P. y por sobrenombre
el Falla, quien, perpetrado el crimen que había de
concitar sobre su cabeza las horruras del patíbulo y el
afrentoso estigma de los ajusticiados, intentó acogerse
al sagrado recinto de la iglesia de la Encarnación,
que gozaba entonces del privilegio de asilo: Mas de
nada valió al infeliz aquel recurso, pues fué mandando
extraer de allí, aun apelando a la violencia, por tratarse
de un homicidio alevoso con circunstancias agravantes,
concluyendo por ser condenado por la Real
Cancillería de Granada (no obstante haber negado obstinadamente
su participación en el hecho de autos) a
la pena de garrote vil, como reo convicto de asesinato
en la persona de un soldado de infantería llamado Salvador
Morales, natural también de Vélez-Rubio.
El Falla expió su delito en la mañana del 18 de
Marzo, sin más espectadores casi que el ejecutor de la
justicia, un relator de la Cancillería con otros individuos
de la curia, dos religiosos de San Francisco y un
piquete de milicianos que le custodiaba. El vecindario,
sobrecogido de espanto, mantúvose alejado con contadas
excepciones del lugar de la escena, siendo pocos
los revestidos de valor bastante para soportar los horrores
de un espectáculo que ellos, los vivientes, no
habían visto jamás, ni sus padres, ni sus abuelos. ¡Como
que, desde la expulsión de los moriscos, era la primera
vez que la silueta del verdugo ensombrecía los
horizontes de su honrado pueblo!
Desmontado el fatídico artefacto por los mismos
operarios que le construyeron (no hubo, entre los carpinteros
de la villa, ni uno solo que se prestase a tan
repugnante aunque bien remunerada maniobra—aquel
fué encerrado a piedra y lodo en una estrecha corraliza,
que recibió desde entonces y conservó hasta su
desaparición, el siniestro nombre de Corral de la horca.
¡Cuán lejos estarían de imaginar que el lúgubre tinglado
habría de exhibirse hasta cuatro veces en el
transcurso de un escaso treintenio!

De Fernando Palanques

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